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Doña Elvira es una buena mujer. O al menos bienintencionada. Son las únicas palabras que se me ocurren para definirla. No busca el mal de nadie, aunque me lo haya traído a mí. Me ha hecho sentir como un personaje de Milan Kundera, el protagonista de un cuento de El libro de los amores ridículos. Rehúye firmar una carta de recomendación para un autor que en realidad no le gusta nada. Por no decirle que no le interesa lo que está haciendo, prefiere darle largas. Pero el tipo va en su busca una y otra vez y le persigue y acaba arruinándole por completo la vida.
Pues a mí, en la vida real, ha estado a punto de pasarme algo parecido. Doña Elvira siempre tenía una sonrisa amable, me regalaba entradas para el fútbol y me preguntaba por mi salud cada mañana. Hasta que el otro día vino hasta mi mesa, pidiendo firmas para el Foro de la Familia en apoyo del juez Calamita. Yo paré de teclear en el ordenador para atenderla y ella me hizo el razonamiento que temía. Muy periodístico, en el mal sentido de la palabra. Muy facilón. Pero aunque no he leído la prensa de derechas, estoy seguro de que más de un articulista ha tirado por ahí.
-Es que al juez Tirado, el del caso Mariluz, le han puesto una multa de 1.500 euros por no ejecutar la sentencia del tipo que salió en libertad y mató a la niña. Y al juez Calamita, por negarse a dar un niño en adopción a una pareja de lesbianas, porque cree en conciencia que no son competentes para cuidarla, le han inhabilitado por dos años. Es un héroe. Un modelo a imitar.
"¿Sólo le han caído dos años de inhabilitación?", pensé. "¿Significa eso que permiten que vuelva a ejercer dentro de dos años un juez que en lugar de aplicar la ley, aplica la sentencia en función de lo que él cree que es justo o no?" Hace unos años leía unos cómics sobre un tipo con cara de mala leche que se llamaba Juez Dredd y que gritaba todo el tiempo. "Yo soy la ley". Y decidía lo que estaba bien o mal y él mismo mataba a los delincuentes si lo creía necesario. Y los lectores nos moríamos de miedo y pensábamos que la ciencia ficción daba que pensar, pero que por suerte nunca pasaría nada así.
A doña Elvira no le dije lo que pensaba. Al fin y al cabo es buena persona, como dije antes. Y con la argumentación con la que me había pedido la firma, si me negaba, iba a parecer que apoyaba el asesinato de una niña. Total que, tonto de mí, le dije que me alegraba mucho de que contara conmigo, pero que en ese momento no podía firmar, porque estaba muy liado con un artículo que iba a revolucionar el periodismo nacional. Y seguí tecleando el supuesto artículo, aunque en realidad estaba haciendo comentarios en otro blog, mucho mejor que éste. Se quedó mirando cómo yo tecleaba a gran velocidad y abandonó la sala.
Cuando al final de la jornada laboral iba a marcharme con cierta rapidez porque había quedado, pude vislumbrar que doña Elvira me esperaba junto a la puerta de salida. Decidí esperar unos minutos más y volví a mi habitación. Me quité el abrigo y me quedé inmóvil. De vez en cuando entreabría la puerta, sólo para constatar que ella no se había movido de allí. Tenía las hojas para las firmas en una mano, y un bolígrafo en la otra.
Llamé por teléfono a la muchacha que me esperaba en un café. Habíamos tenido conversaciones muy animadas por correo electrónico esa semana, y la cita prometía. Pero le dije que tenía que terminar un trabajo inaplazable y que tardaría un rato más en llegar.
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Tomaba un café al día siguiente con mi compañero Emilio, durante una pausa en el trabajo. Había cerrado la puerta de la cocina de la oficina con llave para que no apareciera doña Elvira. Pero cuando me di cuenta estaba detrás de mí. Juraría que había surgido de dentro de la nevera. ¿Es posible que aguardara allí durante un tiempo esperándome? Me dijo que se alegraba mucho de coincidir conmigo porque por fin podría firmarle. Entonces no pude más y salté.
Grité como un energúmeno. Dije cosas como que el juez Calamita sólo tenía ganas de llamar la atención, porque al fin y al cabo podía haber rehusado el caso si se consideraba con problemas de conciencia para pronunciarse al respecto. Que se le veía en la cara que no era un tipo normal, hombre. Y ella por una vez perdió la sonrisa tras escuchar mis gritos.
Mientras me alejaba, escuché que le pedía su firma al pobre Emilio.
-No, yo ya he firmado -dijo él con un tono muy diplomático.